Decía Quentin Tarantino, cuando era un joven cineasta de marcado aire
enfant terrible, que su etapa Godard ya había pasado. Que hay directores por etapas.
Hoy, habiendo visto
Django, puedo decir que he pasado mi etapa Tarantino.
No porque no me gusten los personajes. Ni mucho menos. No porque no me parezcan fantásticas las interpretaciones, ni porque esa gramola interminable que son todas sus películas de un gusto musical exquisito no me conmuevan. Y por supuesto, no porque no haya mejorado técnicamente.
Si he superado mi etapa Tarantino, es porque no hay nada que él me pueda contar en lo que yo esté interesado. Sus tramas -realmente siempre las mismas; nunca hay genero negro, ni bélico, ni cómico. Todo es subgénero QT- ya no me interesan.
Disfruto de forma indecente con Samuel L. Jackson en un personaje memorable, o con el no menos impresionante DiCaprio. Incluso un solvente Jamie Foxx me convence.
Pero, a estas edades, en este punto de mi vida, y con bastante cine a las espaldas, no estoy realmente interesado en este tipo de películas. Las veo con agrado, las disfruto, me entretengo, pero ya se me han quedado pequeñas para lo que antes encontraba en ellas.
Máxime, cuando estas 2 horas y 45 minutos, dan un trama argumental bastante cogida por los pelos, con varios momentos que exigen un acto de fe del espectador, además, de darme esa horrible certeza, de cuando sientes que el mejor momento, el momento álgido para culminar la película, pasó mucho antes de que la cosa siguiera y siguiera.
Brillante por momentos, bella, soberbia técnicamente, pero...ya no me basta con eso.
Quizás... un 6 sobre 10.
1 Favoritos
