Una historía dura con los kioskeros estibadores. Primero el contexto, años 80, en el pueblo de mi padre, frente a la estación de autobuses, cerca de los colegios, habían cuatro kioskos juntos en línea: uno de helados y bebidas frías; otro de tabaco y chucherías (por supuesto no discriminaban por edad, solo por sexo, a los niños con 10-12 años ya les vendía tabaco, a las niñas no les vendía si no eran mayorcitas, mínimo de instituto o malotas
); otro de prensa y algunos cómics. Pero la historia es con el cuarto kiosko, regentado por una versión legionaria de Julían, el kioskero de Barrio Sésamo. Me gustaba por la cantidad ingente de papel acumulado, montones de suelo a techo y baldas con revistas, novelas y cientos de tebeos de superhéroes, de Vértice, Bruguera, los primeros Forum..., pero jamás pude comprar nada. Era un kiosko de intercambio de tebeos, revistas guarras y novelas. Si llevabas un ejemplar, pagando 5, 10, 25, 50... ptas., te lo cambiaba por otro del fondo, y si tenías ejemplares y no querías cambios, te los recompraba. El problema era que no vendía directamente. Los pocos tebeos que yo tenía nuevos en mi naciente compulsión diógenes-coleccionista no los quería entregar, y siempre le decía al kioskero patibulario que me vendiese uno viejo, para empezar la rueda del cambio, pero siempre me mandaba "a jugar a la pelota", que los tebeos que el tenía no eran para niños, eran para los mayores, que si quería un mortadelo o un pumby fuese al otro kiosko. Casi todas las semanas pasaba, intentaba mirar en los montones y me mandaba a la porra con la **** frase de la pelota.
De la historia chunga me enteré años después y no estoy seguro si es todo verdad o una exageración de lo que pasó. A uno de los kioskeros, no se si sería ese o alguno de los otros, pero me lo imagino a él, lo encontraron muerto dentro del kiosko: cerro a mediodía, se quedó encerrado dentro, comiendo y descansando, y lo descubrieron un par de días después fiambre, sentado en su silla. No fue el único de aquellos kioskeros rudos con final trágico, a otro del pueblo lo mataron justo después de cerrar al kiosko, de camino a su casa, de un navajazo de un yonqui que le atracó. Desde luego la vida del kioskero en los 80 era dura, no me imagino a un colgao intentando atracar a una librería de cómics de ahora, seguro que entra, ve los funkos y huiría asustado. Mucho menos me imagino a un librero muerto helado por el frío y la humedad o asado por el recalentamiento del techo de chapa del kiosko.