En el fondo, el problema es que muchos aficionados llevamos un editor dentro. De la misma manera que dentro de un aficionado al futbol hay un entrenador o un seleccionador. Muchos padres llevan un profesor dentro. Muchos pacientes llevan un médico dentro. Muchos de los que se construyen una casa llevan un arquitecto, un maestro de obras y un albañil dentro. Y también al electricista, al yesero y al fontanero. Y, así, hasta el infinito.
El segundo problema viene cuando nos creemos en la posesión de la verdad absoluta, de la mayor de las objetividades, de que sólo nosotros tenemos sentido común y de que, al fin y al cabo, la editorial debería publicar un cómic de la única manera posible: la nuestra.
El tercer problema es que ese editor que llevamos dentro, por muy bueno que sea, no es un profesional. No conoce todo el tinglado montado alrededor del mundo editorial, ni sus condicionantes.
Todo lo dicho no quita que podamos tener nuestras propias opiniones y gustos, por supuestísimo, y también nuestras manías; pero también deberíamos tener en cuenta que, tal vez, hay algún aspecto que se nos escapa, y que el trabajo de editor, muy posiblemente, es más complicado de lo que pensamos
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