He leído El día de Tarowean y me ha gustado mucho. No llega a la excelencia que para mí supuso Equatoria, por compararlo con otro trabajo de los mismos autores, pero es una obra brillante llena de momentos para el recuerdo. Claro, al terminar de leerlo, me han entrado unas ganas locas de recordar como continuaba la historia, y le he dado una relectura a La balada del mar salado (palabras mayores).
Otro tomo de Corto muy recomendable del que no puedo y no sé decir mucho más. Es tan bueno el texto con el que Maylis De Kerangal prologa el comic, que cualquier acercamiento a la obra por mi parte sería menospreciar el talento de esta escritora. Si compráis el libro, no dejéis pasar esas dos paginitas que son la reseña perfecta a la obra. ¡Pero qué bien escribe esa mujer!
"Cae la noche en Sarawak, en la isla de Borneo...".
Dejo aquí las palabras de
Maylis De Kerangal que superan el nombre de reseña para convertirse en prólogo de
El día de TaroweanDe perfil.
Cae la noche en
Sarawak, en la isla de
Borneo. Una mujer recorta de una hoja de papel el perfil de un hombre joven con el rostro cubierto de tatuajes. Es un gesto bien ejecutado, preciso, rápido. A la luz de la vela, las tijeras crujen sobre el papel negro. Más tarde, el hombre joven, que tiene entre las manos la silueta de su rostro, pero ha olvidado incluso su propio nombre, susurra:
"todos llevamos una vida independiente de nuestra sombra. La dificultad estriba en diferenciar quién eres tú y quién es la sombra”. La mujer se gira hacia
Corto Maltés, que ha observado todo con agrado:
"¿Me dejarás hacerte un retrato en silueta una noche de estas?" Corto se escabulle —
“Puede…” — y se eclipsa, siempre escurridizo, arisco, celoso de su parte de sombra. Queda su perfil en papel, como una imagen ausente que permite ver la parte oscura de los seres, sus reversos imperceptibles y el misterio vertiginoso de aquellos que nos son cercanos.
De perfil. Es así como se nos presenta siempre
Corto Maltés, tal como aparecía en la postal pegada en mi agenda del instituto. De perfil, ya que siempre estaba en acción, en movimiento, cruzando las fronteras con paso ágil, pantalones acampanados y gabán de marino hinchado por el viento de mar, corbata acrobática, piercing de pirata, ojo oculto bajo la visera de la gorra y humo de tabaco elevándose en espiral, uniéndose al gran torbellino de la aventura.
Crecer en un puerto me acercaba a él, el mismo aire del mar soplaba en nuestros rostros, los mismos gritos de gaviota resonaban en nuestros oídos. Lo veía pasear por los muelles de
Le Havre, donde podría haber subido a uno de los cargueros que aguardaban en la ensenada, desembarcar en un bar del barrio de
Saint-François o simplemente permanecer melancólico al final del gran dique, frente al mar con el cigarrillo en los labios. Le seguía la pista a su fantasma, me hundía en su estela, atrapada en su aura magnética, enamorada. Viajaba con él.
Porque habitar el mundo era su manera de ser, la expresión de su genio y de su herida. Llegó a los confines más hostiles del planeta vestido de Spencer y pantalón blanco, salía de la jungla para entrar en el salón de un embajador con la desenvoltura de los príncipes y la insolencia de los piratas; cruzaba de un continente a otro sin jamás echar raíces, rozaba la piel de las mujeres sin jamás abandonarse y atravesaba la historia sobre una línea de cresta: demasiado desencantado para la revuelta, demasiado cínico para escoger una causa, demasiado nómada para unirse a un bando y apoyar un lema, pero demasiado romántico, también, para mantenerse alejado de revueltas y revoluciones, para permanecer indiferente al destino de los oprimidos, de los débiles y los marginados. Estilizada, su silueta recortada en tinta negra se ha convertido en la única forma fija en el corazón del caos de las guerras y los sentimientos.
De perfil, así reaparece nuevamente en un antiguo cementerio isleño barrido por los vientos, el primero de noviembre, día de los Difuntos y día de las Sorpresas, Día de Tarowean.
Malasia nocturna, influencia del mito, conflicto colonial larvado en lo las profundo de la jungla, mujer ambigua, tráfico de perlas, fulgor metafísico, abismo de la memoria, presencia de la muerte;
"El Día de Tarowean" nos devuelve el teatro de sombras donde el Matés transita desde 1967 con
La balada del mar salado, volumen inaugural que comienza precisamente donde termina el Día de Tarowean, — dicho de otra forma, el primero de noviembre de 1913, en plena mar. El Monje, Rasputín, Cráneo y "la joven de Ámsterdam" están de regreso, de igual manera que
la isla de Escondida.
“No me atrevería a discutirte qué es la realidad y qué es la ficción. Confieso que yo mismo tengo mis dudas”, declara
Corto en las primeras páginas de El día de Tarowean. De hecho, la historia real de los rajás blancos de
Sarawak, de los
dayaks y de la
Gutapercha se mezcla con la leyenda de
Ratu Kidul, diosa del mar, con
la Sirenita de Andersen, con las visiones crepusculares de las novelas de
Conrad, con el cuento de
Peter Pan, el niño que había perdido su sombra y no quería crecer, o incluso con el martirio de
San Cesáreo de Terracina, ese santo al que se encomienda uno cuando uno teme morir ahogado y que celebramos cada primero de noviembre. En esta magnífica porosidad entre realidad y ficción, en esos ecos, en esas resonancias, donde aparece de repente Corto, siempre de perfil.