Malentendidos
Hacía mucho tiempo que no entraba en una comisaría. Poco antes de pisarla, Raquel y yo estábamos en casa, viendo una película. La pantalla de mi móvil se iluminó. Hice una seña a mi mujer para que bajara el volumen del televisor, porque no conseguía enterarme de nada. Me cedió el mando malhumorada. Cuando terminé de hablar, estalló:
-¡Tu puto hermano detenido! ¡Lo he oído todo!
-¿Eh? -articulé medio atontado-. No ha querido decirme nada. Tengo que ir a comisaría para demostrar que es mi hermano, si no quiere pasar allí la noche.
-¿Y te vas a presentar así en la comisaría?
-¿Así cómo?
-¡Mírate, por Dios! ¡Estás fumadísimo!
-¿Y qué? -me encogí de hombros-.
-¡Aquí no vengas con él! -chilló Raquel amenazante-.
-Le acompaño a su casa y me quedo un rato para que me cuente qué ha pasado.
-¡Eso te lo puede explicar en la calle, a su casa vas a fumar!
-Me preocupo joder, amor. Quiero saber si puedo ayudarle. nada más.
-¡Está tarado por culpa de los porros, igual que tú!. Eso si no ha vuelto a beber.
-Me voy.
-¿Has cogido el carnet de identidad?
-No.
-¡Se te olvida todo, joder! ¿Cómo ibas a identificarte en comisaría?
Cogí el puto carnet y me acerqué para besarla. Retiró los labios de repente. Debido al impulso, estampé los míos contra su nariz.
-¡Apestas a yerba! -movió los brazos en todas direcciones, frenética, parecía un ventilador-.
-Luego te veo -acerté a decir mientras salía por la puerta-.
Mi hermano apenas habló del incidente cuando dejamos la comisaría y nos fuimos directamente hasta su casa. Unos vecinos avisaron a la policía, aunque todavía no constaba denuncia contra él -resumió escueto-.
-A ver si no hay nadie en el portal esperándome -susurró atemorizado poco antes de llegar -.
Paranoico como estaba a causa de la ingesta prolongada y compulsiva de maría, se negó a coger el ascensor y a encender las luces del portal. Me hizo subir a oscuras por las putas escaleras hasta el último piso, el octavo. Dentro ya de su casa, primero echó un vistazo a las habitaciones, temiendo encontrar no sé sabe qué o a quién. Algo más calmado, entró después en la cocina a preparar café. Yo me quedé esperando en el comedor. Había una cajita metálica de tabaco encima de la mesa. Me acerqué para ver si tenía algún cigarro, los míos los había olvidado en casa.
-Son canutos -dijo mi hermano asomando la cabeza-. Enciende uno, anda.
Dejó la cafetera en una mesa baja, frente al sofá donde yo estaba sentado. Ocupó su sitio junto a mí y activó la televisión con el mando a distancia. Luego apagó el volumen.
-¡La he cagado, tío! -gimió impotente-. ¡Por un puto malentendido la he cagado pero bien!
-Si es un malentendido puede arreglarse -intenté calmarle-.
Señaló la puerta de su habitación con pesadumbre.
-¿Por qué no vas y se lo explicas a ellos?
-¿A quién? -miré un rato la puerta, como idiotizado-.
-No sé cómo empezar, tío -se revolvió en el sofá-. Fue cuando rompí con Marta.
Asentí con la cabeza.
-Hace mucho de eso -dije-. El año que dejé la Universidad... Aunque, si no recuerdo mal, fue ella quién te dejó a ti.
-Por el rollo ese de que yo no quería tener hijos, gracias por recordármelo.
-Y por el rollo de las fumadas -añadí-.
-Entre eso y que detestaba mi puto trabajo de enterrador... Luego salió lo del ejército y las fuerzas especiales. No fue a verme al hospital ni un solo día. Y desde entonces no he conocido a nadie, tío.
-¿Cómo qué no has conocido a nadie?
-Quiero decir que no me he tirado a ninguna tía -esquivó mi mirada-.
Hice un cálculo mental aproximado:
-¿Llevas 5 años sin follar? -inquirí sobresaltado-.
Afirmó con la cabeza, entre rabioso y abatido.
-¿Tres mil trescientos veinticinco días sin taladrar a ninguna puta tía? -insistí-.
-Bueno, solo hace tres años que puedo caminar, y dos desde que mandé a tomar por culo las muletas.
-¡Eso no es excusa válida en ningún lugar del mundo!
Señaló otra vez hacia la puerta.
-Desde esa habitación veo a una mujer tender la ropa todos los sábados a la misma hora.
Tardé en reaccionar.
-¿Es ella quién ha llamado a la policía? -pregunté inquieto-.
Volvió a mover la cabeza, esta vez mecánicamente, arriba y abajo, un par de veces.
-¡No me jodas, te estabas pajeando?
-Lo que me acojona es que no ha creído que era por ella, sino por los niños que estaban jugando abajo, en la urbanización.
Guardé silencio, intentando encontrar una puta respuesta coherente:
-Me parece que vas a tener que ir a verla -hablé al fin-. Te acompaño.
-¿A la tía? Está casada -dijo con miedo-.
-¿Y qué? Tienes que contarle la verdad para asegurarte que no te va a denunciar, al menos no por lo que ella cree que estabas haciendo.
-Me presento en su casa y delante del marido le suelto que: “La única verdad, señora, es que me la estaba pelando mientras usted tendía la ropa”. ¿Esa mierda propones?
-Eso, sí. O puede acusarte de lo que quiera, aunque no hubieses estado en casa en todo el puto día. Tienes que rebajarte. Si una mujer te denuncia, no basta con ser inocente, tienes que demostrarlo.
Me observó durante un rato y luego se levantó torpemente del sofá:
-No puedo hacerlo...
-¡Asume tu puta responsabilidad, tienes ya 40 tacos!
-Esa frase es de tu mujer, tío.
Fumamos en silencio durante uno o dos minutos. Tal vez más.
-Puede ser una cagada todavía mayor -empezó a decir-, pero se me acaba de ocurrir algo: podemos ir a su casa y presentarnos tal cual, como hermanos.
Me reí:
-¿Y qué coño te he aconsejado yo antes?
-Pero decimos que somos tres, que el pequeño no ha podido venir con nosotros porque se encuentra destrozado por lo ocurrido.
-Espera un momento -le interrumpí-. ¿Un hermano imaginario quieres meter ahora en esta puta historia?
-La tía me vio de lejos, es otro portal. No me conoce. En comisaria no hemos coincidido tampoco.
-¿Y cuando la policía se presentó aquí?
-Estaba yo sólo.
-¿Seguro?
-¡Sí, joder! ¿Por que dudas? -inquirió ofendido-.
.¿Y si se escondía en algún sitio y tú no la viste? -insistí-.
-¡Pero no querías que fuera a hablar con ella! -explotó-.
Empecé a reírme otra vez.
-Te acompaño. Pero yo no hablo -conseguí decir-.
Señaló la cajita de metal.
-¿Cogemos uno para el camino?
Dejamos el comedor atrás y nos adentramos en otro semejante, pero inodoro. Nos ofrecieron un par de sillas y los cuatro ocupamos una mesa rectangular dentro de la cocina de la casa. El hombre era más o menos de nuestra edad, aunque bastante más alto y más fuerte. Su mujer parecía más joven, o vete tú a saber, la cara no la tenía lavada precisamente. Vestía una camisa vaquera ajustada y se adivinaban unos pechos enormes tras ella. Miré a mi hermano y éste bajó la cabeza.
Habló primero el hombre:
-Son ustedes policías, ha dicho -se dirigía a mi hermano-.
El puto gilipollas había inventado esa mierda de improviso y sin consultarme.
-Si pensaban ustedes presentar una denuncia contra esa persona... -dijo mi hermano muy serio-. Ya no hace falta. Mi compañero y yo nos hemos ocupado del asunto.
-¿De qué asunto habla? -preguntó extrañado el hombre-.
-Del tipejo que detuvimos esta mañana por exhibicionismo.
La pareja intercambió una mirada.
-Se han equivocado ustedes -dijo el hombre, mostrándose nervioso de repente-. Es la puerta de enfrente, la del A. Esto es el B.
Un largo, penetrante y nauseabundo silencio invadió la cocina y se adueñó de todos nosotros.
-¿Pero no es usted la mujer del incidente ocurrido esta mañana con un vecino del bloque de enfrente? -preguntó de pronto mi hermano en tono ofendido-.
Ella le miró, violentada. Tenía los brazos descansando encima de la mesa. Hundió la cabeza y buscó apoyo en ellos antes de esconder las manos entre su poblada melena.
-Les agradecería -empezó a decir- que no mencionaran mi presencia en esta casa cuando entren a hablar con mi marido.
El tipo aquel había mudado de cara y ahora parecía deformada por la ira. Mi hermano y yo nos mirábamos una y otra vez, luchando por ocultar nuestro pánico.
Intervine al fin, vislumbrando entonces una puta salida a todo aquel maldito embrollo. Me dirigí a la mujer:
-Nosotros no hablamos con su marido y usted se olvida de denunciar al pervertido ése -propuse-.
Dijo sí con la cabeza, sin meditarlo siquiera. Me levanté de la silla.
-¡Nos vamos! -apremié intranquilo a mi hermano-.
De repente, me invadió la paranoia, otra vez. Presentí que algo malo iba a ocurrirnos antes de abandonar aquella casa. La buena yerba provocaba esos efectos, aunque saberlo no te libraba de sufrirlos, sobre todo si te encontrabas en el centro de una situación como aquella.
Mi hermano ya se había puesto en pie.
-¡Ustedes no son policías! -gritó el hombre de improviso-.
Ella alzó la cabeza y le miró sorprendida.
-¡Han entrado en mi casa sin enseñarme ninguna identificación! -siguió berreando-. ¡Quiero ver sus placas!
-Vámonos de aquí... -insistí a mi hermano, cogiéndole ahora por el brazo, pero sin saber realmente qué estaba haciendo-.
Salimos al pasillo, que se me antojó olímpico de largo que era el cabrón. Avanzamos hasta la salida. El tío venía detrás, pegado a nosotros. Conseguí abrír la puerta para salir. La mujer empezó a correr en nuestra dirección.
-¡Tú eres el cabrón de esta mañana! -gritó con rabia a mi hermano mientras nos bloqueaba el paso-.
-¿El de los niños? -preguntó iracundo el hombre mientras cerraba los puños y nos mataba con la mirada-.
-¡Mi hermano estaba mirándola a usted, no a esos putos críos! -intercedí-.
-¿Su hermano? -el hombre se tensaba más y más a cada momento- ¡Pero qué puta mierda de historia es esta! -explotó-.
-¡Deja que se vayan! -ordenó la mujer encarándosele de repente y permitiendo a mi hermano y a mí salir por la puerta-.
Hasta que no pisamos la calle no abrimos la puta boca. Encendí el móvil y vi que aparecían 18 mensajes de mi mujer. Leí los 6 primeros y volví a apagarlo.
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