Pues tendré que ser yo quien rompa el hielo
SEMILLA DE DESTRUCCIÓNSemilla de destrucción es una historia dividida en cuatro capítulos que, pese a sus 120 páginas de extensión, se lee prácticamente del tirón. La trama es una especie de ovillo que se va desenredando progresivamente, y la intriga mantiene al lector expectante hasta su desenlace.
El
capítulo 1 cuenta el origen de Hellboy: en el contexto de la II Guerra Mundial, los nazis buscan un arma de destrucción masiva que incline la balanza a su favor y, para ello, llaman a Rasputín (sí, el célebre
lover of the russian queen, que decía la canción
), quien realiza un ritual para traer a la Tierra a un demonio… sin prever que este «chico del infierno» caerá en manos de los Aliados. Hellboy se convierte así en un monstruo originalmente invocado para hacer el mal que terminará trabajando para combatirlo (y que más adelante pasará a formar parte de la AIDP, Agencia de Investigación y Defensa de lo Paranormal). Ya en la actualidad (1994), su padre adoptivo, Trevor Bruttenholm, le revela que hace poco se embarcó en una expedición al polo norte junto a tres muchachos apellidados Cavendish y un hombre llamado Sven Olafssen, y que encontrarían, en el interior de una cueva, una estatua de aspecto monstruoso y un humano meditando a sus pies. Una plaga de ranas sacará a Bruttenholm de su ensimismamiento, pero será asesinado por un anfibio humanoide antes de poder huir, lo que desatará la furia de Hellboy. El demonio, tras una dura pelea, acabará con la vida del batracio.
En el
capítulo 2, Hellboy y dos acompañantes (Elizabeth "Liz" Sherman y Abraham "Abe" Sapien) viajarán en busca de respuestas a la vieja y aparentemente maldita mansión de los Cavendish, que ahora alberga a la solitaria Lady Emma (madre de los tres muchachos que acompañaron a Bruttenholm en la expedición). La anciana les explica que, desde hace unos doscientos años (nueve generaciones), todos los hombres de la estirpe de los Cavendish han emprendido viajes al Ártico siguiendo los pasos de un antecesor (Elihu), y que todos habían fracasado en el intento. Puede que la desaparición de sus hijos, que no han tenido descendencia, suponga el fin de la maldición familiar. Hellboy y sus compañeros se hospedarán en sendas habitaciones, pero no tardarán en percatarse de que el mayordomo de la casa no es sino Sven Olaffsen, quien, al ser descubierto por Hellboy, muestra su verdadera forma, de gran parecido al anfibio humanoide que conocimos en el capítulo anterior, e iniciará un nuevo enfrentamiento con el demonio rojo. Abe realizará sus propias pesquisas en los sótanos de la mansión, mientras que Liz es secuestrada. Al poco encontrarán el cadáver de Lady Emma (que presenta las mismas marcas que el cadáver de Bruttenholm) y, antes de terminar, veremos que Rasputín se halla detrás de todo este entramado: le había prometido a la anciana volver a ver a sus hijos si colaboraba con él en su siniestro plan.
El
capítulo 3 contiene la larga pelea entre Hellboy y el ser anteriormente conocido como Sven Olaffsen, cuyos atributos físicos no parar de aumentar, así como una larga conversación con Rasputín en la que éste cuenta toda su historia y sus abyectos planes. Dado por muerto en Rusia, recomenzó desde cero en Italia, fue adoptado por los nazis a continuación y, por último, tras la derrota del Eje, el monje viajó hasta los yermos árticos, donde encontró el Templo de Ogdru-Jahad, construido por la primera raza humana hace eones, dentro del cual se encontraba en letargo la deidad tentacular (profundamente lovecraftiana) conocida como Sadu-Hem. Rasputín pasó mucho tiempo en trance a los pies de la criatura, hasta que un buen día Bruttenholm lo despertó. Tras un periplo largo y lleno de sacrificios (sobre todo, ajenos), consiguió traérsela a la mansión, donde se alimentó sin límite de todo tipo de formas de vida. Por su parte, Abe se topa con los dos hijos de Lady Emma y asiste a una bellísima y triste escena en la que, ya convertidos en batracios humanoides, y abrazados lánguidamente al cuerpo sin vida de su madre, se sumergen en las profundas aguas del subsuelo de la mansión para el resto de la eternidad.
El
cuarto y último capítulo comienza con el ritual de Rasputín en el que intenta consumar su plan para gobernar el mundo, aunando su poder al de Liz. Hellboy consigue librarse del yugo de Olaffsen (le introduce por la boca una granada que explotará en su interior), y el ritual del monje quedará interrumpido cuando Abe, cuya voluntad está doblegada por el espíritu de Elihu Cavendish, le clave un arpón en el pecho. Un breve interludio nos muestra a una raza extraterrestre observando con inquietud los acontecimientos, temiendo el despertar de «los siete». Finalmente, la vieja mansión Cavendish y Sadu-Hem arderán y volarán por los aires, y Hellboy finiquitará con su misterioso brazo de piedra a Rasputín. Mientras el demonio recuerda las últimas palabras espetadas por el brujo, aún queda sitio para viajar en la geografía terrestre hasta un viejo castillo abandonado que parece albergar un viejo laboratorio nazi, en el que descansan helados (aunque por poco tiempo) los viejos discípulos de Rasputín.
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En la dedicatoria de esta primera aventura de Hellboy ya podemos encontrar algunos de sus referentes fundamentales: ahí están Jack Kirby y H. P. Lovecraft. Parece que Mignola ha querido rendir homenaje a aquellos artistas a los que ha admirado, de los que ha bebido en abundancia, y, aunque no existiera esa dedicatoria, no sería difícil rastrear sus fuentes. Sobre el dibujo de Mignola no diré mucho —prefiero que alguien con más conocimiento que yo sobre el apartado gráfico nos ilustre—, al margen de que su estilo (claro, evocador, que juega constantemente con luces y sombras, plagado de siluetas a contraluz y personajes que se mueven en la oscuridad) me parece una auténtica delicia, un disfrute constante, que funciona como perfecto cauce formal para contar un relato que bucea en los abismos del terror literario clásico. Sobre la historia (en
Semilla de destrucción el argumento es de Mignola, aunque el guion corrió a cargo del mítico John Byrne), podemos decir que contiene varios de los ingredientes que, efectivamente, hicieron célebre al malogrado escritor de Providence: baste citar una expedición de incautos a los confines helados del polo (como en
En las montañas de la locura), un desfile de secundarios que acaban convertidas en batracios humanoides (como en
La sombra sobre Innsmouth) o un monstruo primigenio —especie de pulpo informe y lleno de tentáculos— de tamaño colosal (esto está en la base de los Mitos, pero sobre todo, claro, en
La llamada de Cthulhu).
Esta primera incursión en el universo de Hellboy me ha parecido un auténtico disfrute. Sin poseer una atmósfera demasiado terrorífica,
Semilla de destrucción se construye sobre muchas de las fórmulas más efectivas del género y, pese a la acumulación de lugares comunes (que entiendo no como abuso inconsciente, sino como homenajes sentidos de Mignola), no deja de ser una muy solvente aventura de monstruos y hechicería, cuyo esqueleto narrativo resulta perfectamente extrapolable a otros medios (cine, literatura, juegos de rol).
El cómic también adolece de algunos defectos, a mi parecer: exceso de acción (el hecho de que la mayoría de conflictos narrativos se resuelvan a tortas le resta importancia al elemento sobrenatural), casualidades que implican una suspensión de la incredulidad por parte del lector (ya es coincidencia que el mismo Rasputín que invocó a Hellboy en 1944 se encuentre, cincuenta años después, en la otra punta del mundo, con el que fue su padre adoptivo, Trevor Bruttenholm) y clichés que pueden estorbar un poco (el villano de la función explicando su plan con pelos y señales mientras a los héroes les da tiempo a salvar la función).
Pero son detalles menores. He disfrutado mucho de esta primera aventura y espero que la siguiente sea, al menos, tan buena como ésta.