He leído
Corto Maltés: La linea de la vida
Corto nunca pertenecerá del todo a ningún sitio.
Siempre está de paso, con ese aire de tipo que nunca llega tarde porque el tiempo le da igual.
La línea de la vida es otro giro en su brújula caprichosa, un viaje por el
México de los años 20, donde el aire huele a discordia y la fe se dirime a balazos.
1. Antes de abrirlo, la portada.
Rubén Pellejero, en la portada a color, se arriesga al no mostrar a
Corto como siempre. En su lugar, aparece
Edward Herbert, un nombre que usa nuestro Corto para moverse en las sombras. Suena demasiado a Inglaterra y demasiado poco a ese vagabundo de mares que preferimos. Con ello, humaniza el mito de
Corto Maltés, que envejece, acumula historias y arrastra un pasado que empieza a pesar. Hubiera preferido otra portada, algo más evocador y menos terrenal, pero si nadie se ha quejado, será cosa mía.
2. Dentro, la historia huele a pólvora y a recuerdos. Porque este no es solo un nuevo capítulo, sino un álbum de viejas fotografías desvaídas. Destaquemos al menos dos.
♦Ahí está La niña de Gibraltar, jugando con el destino en la palma de la mano. Una sombra en la memoria de Corto, un eco de infancia y memorias lejanas. Su madre, una gitana que
Pratt se esmeró en hacer esquiva al lector. No sabemos mucho de ella, solo lo que Corto deja entrever entre silencios y medias sonrisas.
♦Y luego está Banshee, mi preferida entre las mujeres que se cruzaron con
Corto, aunque solo fuera en aquella historia corta—mi favorita, sin duda—que resonaba desde
Irlanda. La pecosita con cara de niña y el peso de dos amores muertos a la espalda, a la que Corto ofreció el mar.
Pero ella ya había naufragado demasiado.
3. Y en el centro de todo, México. Pero no cualquier
México, sino uno donde la fe y las balas se entrelazan en una lucha que es tanto terrenal como divina.
La Cristiada arde en los caminos y en las iglesias, y Corto, como siempre, camina entre el fuego cruzado sin atarse a ningún bando. Se cruza con figuras como el cura guerrillero
José Reyes, que lidera a los insurgentes cristeros, y presencia las acciones del piloto
Charles Lindbergh, quien, desde el cielo, deja caer su furia sobre los rebeldes. Aquí la guerra no es un decorado, es un latido constante, el filo en el que todos caminan sin saber si saldrán enteros.
El color juega un papel importante.
Pellejero usa una paleta cálida, con tonos terrosos y ocres que casi se pueden oler, como si el polvo del camino se colara entre las viñetas. No es solo estética, es atmósfera: el sol que abrasa las pieles, el calor pegajoso de los días interminables, la sensación de que la historia está escrita bajo el fuego de una tierra que nunca descansa.
Lo de
Díaz Canales sigue teniendo mucho mérito. No es
Pratt, y lo sabe. No intenta imitarlo, sino conversar con su fantasma.
La línea de la vida es un eco de todo lo que vino antes, un trazo más en el mapa de un hombre que siempre anda, pero nunca llega.
Y así debe ser.