Tenía pendiente leer algo de Paco Roca, y he elegido
La casa para estrenarme, porque su premisa me llamaba mucho la atención.
Se centra en la historia de un hombre que, durante la posguerra, salió adelante como pudo, viviendo para trabajar, encadenando todo tipo de empleos para dar las oportunidades a su familia que él no tuvo cuando era pequeño. Un hombre, eso sí, poco comunicativo, muy encerrado en sí mismo, que, como todos los hombres de su generación, no fue educado para mostrar afecto, aunque lo demostrara a su manera. A ese padre de familia solo lo vemos en la primera página (excelente composición de viñetas mudas que cuentan sus últimos momentos), y el resto del cómic transcurre un año después de su muerte, cuando sus tres hijos acuden a la casa que fue su segunda residencia y que, entre todos, construyeron durante fines de semana, puentes y vacaciones de verano (para disgusto de los hijos y satisfacción del padre). Cada estancia de la casa, cada trasto viejo desempolvado, cada árbol plantado sacará a la luz viejos recuerdos a través de los cuales los hijos irán reconstruyendo la identidad del padre desaparecido.
Me ha parecido una obra sencilla, de gran contención expresiva, que se recrea en los detalles y la cotidianeidad, y que logra emocionar profundamente en sus mejores momentos. Mi secuencia preferida, probablemente, es aquella en la que José, el hijo mediano, recuerda el verano en que quiso ver la semifinal de baloncesto de las Olimpiadas en la que jugaba España, pero había un corte de electricidad en la zona. Su padre sacó la televisión al exterior, lo conectó con las pinzas al coche y allí, al aire libre bajo las estrellas, vieron el partido juntos.
Representa el tipo de gestos con los que los padres de esa generación demostraban el cariño hacia sus hijos, aunque nunca lo expresaran verbalmente. En la misma línea, también me ha conmovido el momento en que los hijos recuerdan el verano en que, siendo ya adultos, prometieron a sus padres que irían a visitarlos a la casa (para ayudar a su padre a construir una pérgola, que tanta ilusión le hacía, bajo la que poder hacer las comidas familiares), pero por unos motivos u otros ninguno de los tres acabó yendo. Carla, la hija pequeña, señala: "Papá nos llenó la piscina y todo", pero fue en balde, ya que nadie fue a bañarse en ella finalmente. Y el padre terminó construyendo la pérgola él solo, pero, estando ya mayor, le quedó una chapuza. Solo ahora, reunidos los hijos tras la muerte del padre, comprenden la importancia que tenía aquella pérgola para su padre (pues consideraba que le daba distinción a su hogar, como la que siempre vio en casa de su adinerado jefe), y deciden, a modo de homenaje póstumo, construir esa pérgola en su recuerdo. Toda esta parte me ha parecido profundamente emotiva.
El cómic ilustra muy bien ese salto generacional (en aspiraciones, en sensibilidad, en actitudes) y cómo a veces somos incapaces de comprender a la generación que nos precedió, por mucho que se desviviera por nosotros. El hijo mayor, Vicente, achaca a su padre el no haber mostrado nunca pena por la muerte de su madre, pero una conversación fortuita de José (el hijo mediano) con el vecino nos hace entender lo contrario: "Ya sabes que tu padre no era muy hablador, y menos después de la muerte de tu madre". A los hombres de aquella época les avergonzaba mostrar sus sentimientos, pero eso no quiere decir que no sufrieran.
Al final del cómic,
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El dibujo de Roca a mí me gusta mucho, con su trazo simple, sus formas suaves y su uso del color para evidenciar los saltos temporales. Ver cómo se recrea en cada detalle de esa casa, de esos árboles, de esos objetos cotidianos, es transportarte automáticamente a un mundo que poco a poco va dejando de existir, el de la España de hace cuatro o cinco décadas, particularmente la de los viejos pueblos, cuya vida tranquila dista tanto del ajetreo de la gran ciudad.
Un cómic para dejarse llevar, para reflexionar y para, una vez terminada su lectura, ir corriendo a pasar tiempo con tus padres mientras aún puedas disfrutar de su compañía.