He leído
Estrellas oscuras.
Huir del destino no es gratuito. Dejar atrás una vida austera y un futuro pactado, lejos de ser un alivio, es una necesidad. El bosque infinito y la nieve eterna pueden ser tan claustrofóbicos como la apretujada cabaña desprovista de privacidad.
El viaje, la misión, el pueblo sin nombre, la narración densa en la que cuesta mantenerse a flote. Las burbujas de oxigeno mimetizándose con los copos de nieve. El agua gélida, oscura como un cielo ambiguo.
El lince que sonríe. Las cavidades de sus ojos cual trémulas estrellas oscuras.
El polichinela que otea de reojo, que te mira fijamente desde la mesa, lejos ya del brazo que le da vida.
El conejo que admite su destino y mete voluntariamente sus patitas en la trampa. De un brinco. Sin titubear.
No, no es terror. Es algo más denso. Angustia apelmazada, pavor existencial, aislamiento estrecho.
Todo bien, muy bien diría yo, hasta que el suflé implosiona en el capítulo 5. La incomodidad malsana que te mantiene absorto devorando el diario, se convierte en decepción absoluta. Ni el consuelo de que celebres que al menos no ha sido un final con una batalla contra algún dios arcano venido a menos es suficiente.
Dejar la lectura al finalizar el capítulo 4 es la mejor opción, con un final abierto pero concluyente. El resto es destruir el precioso comic en que podía haberse convertido este Estrellas oscuras.