A mí el cine japonés, en general, me vuelve loco. La tríada clásica de Kurosawa, Ozu y Mizoguchi me parece extraordinaria, de lo mejor que ha dado la historia del cine. A Mizoguchi puede costar más cogerle el punto, porque se dedicaba a los melodramas y este es un género al que hay que acostumbrar el paladar, pero películas como El intendente Sansho o Los amantes crucificados son de una belleza (y una brutalidad) innegables. Kurosawa es el más asequible, por ser el que tiene más influencia occidental (le encantaba el cine de John Ford, por ejemplo) y Ozu, aun siendo el más japonés de los directores japoneses (por su estilo e intereses), era capaz de hacer de lo particular (la sociedad japonesa de posguerra, principalmente) algo universal (retratos de las relaciones familiares, la soledad, la condición humana...). Yo siempre termino llorando con Cuentos de Tokio, es una película que me llega al alma. También es cierto que la he visto y trabajado mucho (publiqué un artículo hace unos años diseccionándola de arriba abajo, en forma y fondo), pero me parece inagotable, de una sensibilidad exquisita, y cuanto mayores se hacen mis padres, más me meto en la película y más me conmueve todo lo que cuenta.
Luego hay muchos otros directores de los 60 en adelante, ya has mencionado a Kobayashi que es un maestro (siempre se habla de Harakiri, pero ojo a Samurai Rebellion o Kwaidan, que son tremendas), pero qué me dices de Kaneto Shindô (con su espeluznante Onibaba) y, sobre todo, de Hiroshi Teshigahara, que filmó una de las películas que más me han volado la cabeza en mi vida, La mujer de la arena (extraña, turbia, estimulante, hipnótica, y de una belleza plástica que quita el hipo).
En fin, todo este periodo del cine japonés me encanta; luego en los 70 y 80 conozco bastante menos el panorama, pero a partir de los 90 vuelve a haber otra ola increíble, con Kitano, Miyazaki, Koreeda, Satoshi Kon... Probablemente, junto a EE. UU e Italia, la japonesa es una de mis tres filmografías preferidas.