He leído
Farenheit 451, adaptación al comic de Tim Hamilton de la obra de Ray Bradbury.
¿Eres feliz?
Es incómodo enfrentarse a la respuesta. Más aún intentar argumentarla más allá de un sí o un no. No te digo nada si eres bombero y tu trabajo consiste en provocar incendios. En quemar libros. Libros prohibidos. Todos.
¿Qué si soy qué?
Y pasas del sí rotundo al no sin fisuras con la misma rapidez que un buen actor pasa de la risa al llanto con naturalidad y sin apenas esfuerzo. Te han robado la felicidad y te han mostrado el autoengaño, ese capaz de hacerte olvidar que la noche anterior te intentaste suicidar y que ahora solo deseas ver la tele ignorando al enfermo que te pide un poco de silencio y una aspirina. “Es que es mi programa favorito”. No es egoísmo. Es solo, ya lo he dicho, autoengaño. Evitar el dolor, subyugar la inquietud. Dormitar bajo una manta de rutina.
El pensamiento único. La censura ya casi innecesaria. La mentira en los medios. La adicción en las redes. Veamos el clásico en la tele. Creo que nuestro portero está lesionado, pero su delantero no puede jugar por acumulación de tarjetas. El entretenimiento como arma arrojadiza. No pienses por ti mismo. No analices. No contrastes. Olvida la guerra y las bombas. Anda, pon otro episodio antes de irnos a la cama.
Clarisse y su empatía. Millie y su traición. El enemigo en casa. La soledad, el aislamiento tecnológico, voluntario. Lo queremos y lo queremos ya. La inmediatez, el juicio rápido en 139 caracteres máximo, la imagen acusatoria en el Insta. Una arroba definitoria mientras ruge el cielo. Seis, nueve, doce bombarderos vomitando lo que a ti te es imposible gritar.
Memorizaré esa parte, aquel fragmento del poema de Adrienne Rich. Y también el comienzo de aquella novela que tanto nos gusta, mi vida. Serán nuestro legado, nuestros granitos de arena resistentes al tamiz.
“Era inevitable. El olor de las almendras amargas…”