Uno de los 2 relatos. Lo prometido es deuda
carnicería -¡Imbécil, malnacido, inútil, puto vago!
Mi mujer. Casados desde hace nueve años, cinco meses y seis días... Podría enumerar hasta los minutos.
Después de un año, me había quedado sin trabajo. Era la tercera vez.
-¡Y sin contrato! ¡Ahora no cobraremos una mierda!
Vociferaba y gesticulaba como una perra en celo, gozando, insaciable. Sin embargo, fue ella quién dictó la orden hace ahora 12 meses:
-¡Aunque sea sin contrato, eso da igual! -recuerdo que dijo-.
-¿Sin contrato? -me atreví a preguntar-.
-¡Es un trabajo!
Ahora la conocía mejor, así que no abrí la boca y dejé que se desahogara. Sabía que pasadas un par de horas o tres, callaría, para acto seguido ponerse a lloriquear. Después de eso, se refugiaría en un mutismo casi de autista hasta el día siguiente.
Esperanza, mi esposa, ocupaba el puesto de cajera desde hacía 15 años en uno de los tres bancos que rodeaban mi pueblo. Odiaba ir cada mañana y lamentaba que no hubiese nadie que lo volara por los aires. A ser posible con todos dentro.
-Quiero que te levantes y vengas al comedor -susurró a mi oído a la mañana siguiente-.
Me asustó tanta dulzura, así que corrí... No se le veía buena cara. Aunque no tan mala como la que soñaba cuando me despertó, que era la suya también. Encendió un cigarrillo antes de sentarse frente a mí.
-¡Estoy harta! -expulsó el humo dirigiéndolo directamente a mi cara-. ¡Si tienes lo que hay que tener, arregla de una puta vez el tema con el carnicero!
He de alegar que, aunque la conociera al dedillo, Esperanza no dejaba de sorprenderme e inquietarme. El “tema” del carnicero, como ella lo llamaba, carecía de importancia, aunque el enfrentamiento que pretendía, no. Corría el riesgo de que ese bruto me partiera los dientes y la vida sólo por recriminarle por qué pesaba siempre de más a mi mujer cuando ésta le compraba algo.
-¿Y bien? -inquirió al ver que yo no decía nada-. ¿Vas a quedarte ahí sentado sin hablar?
-¿Qué quieres que diga?
-¡No soy tu puta madre, así que no quieras esconderte para no dar la cara, que es lo que siempre haces!
-¿Esconderme?
-¡Ve a hablar con él!
Me cansé de repetirle que era absurdo. No lo haría por nada del mundo. ¡Qué cambiara de carnicero, joder!
Pero claudiqué y corrí, porque también sabía que una vez superada la barrera del día anterior, Esperanza ya no pararía nunca.
Me sentía ridículo avanzando hacia la tienda. Creí que lo más sensato sería gastar los 10 euros que me quedaban y comprar unos filetes. “El carnicero se ha disculpado y me ha regalado esto” -le explicaría a mi mujer-. En ese momento sentí pena de mí mismo. Sin embargo, y por patético que pueda resultar, me aterraba todavía más quedarme solo. Y tampoco me motivaba en absoluto tener que volver a conocer a alguien.
La tienda estaba vacía cuando entré, igual que las vitrinas expositoras. Escuché pasos que bajaban por unas escaleras.
-¡Está cerrado, guapetón! -me saludó con una sonrisa la mujer del dueño-. El cazurro de mi marido, se ha ido a Madrid, a ver el fútbol. Le he dicho que si lo hacía, iba a abrir hoy la tienda su puta madre. ¿Qué te parece?
Me encogí de hombros.
-Por ti no pasan los años... -dijo mirándome de arriba a abajo-. Tienes la misma edad que mi marido, pero con pelo, ni una arruga y sin barriga. ¡Joder, si estás casi igual que él hace 20 años! -rió con saña, casi gritando-. ¿Recuerdas que estabas coladísimo por mí? Ha pasado mucho tiempo... ¡Se te notaba una barbaridad! -volvió a cachearme con la mirada-. También tú me gustabas, aunque agradezco que nunca lo intentases. Contigo hubiera sido todavía peor -rió sarcástica-. No me mires así... Apenas has dado un palo al agua desde entonces -se acercó a la puerta y cerró con llave-. ¿O no tengo razón?
Te conozco desde siempre y desde siempre me ha parecido que llevas toda la puta vida corriendo de ti mismo... Me he pasado, lo siento... Porque en realidad, ricos o pobres, trabajen o no hagan nada, todos los hombres tienen que soportar nuestras sangrías... Vosotros sois nuestras víctimas coñolaterales -volvió a reír-. ¿Sabes qué? -preguntó mientras aferraba sus manos a cada uno de mis brazos-. Me gustaría que te quedaras. Quiero dar un disgusto a mi marido -apagó las luces y me cogió de la mano-. Vamos arriba... A ti también te hace falta evadirte de tu miseria.
Un rato después, desahogados en parte, se levantó de la cama y fue a buscar el paquete de tabaco que había dejado en la planta de abajo. Escuché un grito y varios golpes. Fui corriendo hasta las escaleras. Había caído por ellas y estaba tendida en el suelo. Hasta que no bajé no descubrí que el cuello casi le daba la vuelta a la cabeza. Me arrodillé junto al cuerpo. Así transcurrió mucho rato. O eso me pareció a mí... Entonces sentí el tacto de unos hilos de telaraña en el interior de mis ojos, que habría arrastrado conmigo mientras corría... Y empecé a perder el control al notar que era incapaz de limpiarlos.
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